A modo de presentación (o excusa)

Cuando era adolescente, en mi casa se veía, más o menos, el V Naciones. Solo tenía algún conocimiento básico de las normas y, aunque era incapaz de interpretar la mitad de lo que pasaba en aquel rectángulo de pasto, no podía dejar de ver aquella especie de batalla campal.

Luego llegó la universidad y la obligación del novato de entrar en el equipo de rugby del colegio mayor. Era alto, delgado (o, por mejor decir, flaco, escuálido), desgarbado. Solo podía aportar unos brazos largos como las patas de un murgaño y una zancada aún más larga.

Con estas, es un decir, virtudes, mi puesto tenía que ser uno en el que no molestase demasiado. La decisión era fácil: segundo centro o ala. El problema era que gente que corriese había muchos, pero para empujar en la melé o fajarse en los rucks no había muchos voluntarios.

El 13 de la camiseta con la que jugaba
El 13 de la camiseta con la que jugaba en el colegio mayor

Como resumen, mi carrera deportiva duró lo que mi paso por el colegio mayor (cinco años) en los que jugué un partido de ala, otro de segundo centro, otro de segunda línea e innumerables como flanker izquierdo. Setenta y dos kilos de humanidad metidos en mitad de los gordos. Un 13 en el puesto de un 6. Al menos era un delantero rápido al que se le podía levantar fácilmente en las touchs…

El caso es que me quedé prendado del rugby para siempre. Casi como si hubiese entrado en una secta. Participé en los primeros entrenamientos del efímero equipo de mi pueblo (¡ay, el Landrús!); en todos mis trabajos trato de hablar y que se hable más de rugby; quiero inocularle a mi hijo este virus oval (del mismo modo que infecté a su madre hace años); incluso llegué a escribir un poco alguna vez, me temo que con desacierto e inconstancia. Y es a esto último punto a donde quería llegar: Aquí estamos de nuevo.

Hay mucha literatura en torno al rugby. Abundan las narraciones épicas, los panegíricos trufados de hipérboles y el ensalzamiento de los valores de este deporte. También solemos encontrar historias de superación personal gracias a un balón oval. Incluso es habitual ver todos estos elementos mezclados en un único texto. Otra forma clásica de tratar el rugby es como metáfora de la vida.

Como soy mucho más prosaico (en la segunda acepción, no me atribuyan la tercera, aunque a veces me la merezca), espero no pecar de lo mismo. Con esto no quiero decir que todo lo anterior no valga. Ni mucho menos. Cada quien es libre de enfocar los temas como mejor le parezca y de elegir el tono que considere más adecuado. Pero yo soy así: prosaico y pedante. ¡Qué le vamos a hacer! Esto no quita para que algún día me ponga sentimental, que aunque me hayan acusado de no tener entrañas ni corazón o de ser un robot, en el fondo de mi alma metálica vive un humano. Un humano al que le encanta el rugby.

También debo avisarles de que escribiré cuando pueda, cuando tenga tiempo o cuando me apetezca. Así que puede suceder que publique tres cosas el mismo día y luego me pase tres semanas sin poner nada. Creo que ya mencioné mi inconstancia más arriba…

Pues eso es todo. Bienvenidos a Un 13 en el puesto de un 6.